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Luces



 “Qué ilusa, como iluso fue aquel que le prometió la eternidad a su lado.”
Por fin había terminado de empacar mis maletas, estaba segura de que este viaje traería muchos cambios a mi vida y a la de Daniel. Él siempre había sido un hombre correcto, amoroso, devoto y muy apasionado. Era perfecto.
Habíamos quedado de vernos en  la estación de trenes a las seis de la tarde, Daniel tenía que entregar unos textos corregidos y no alcanzaba a venir por mí, pero prometió que estaría ahí mucho antes que yo, y le creía, jamás me había fallado. Con dificultad bajé las enormes maletas hasta el auto y me dirigí con emoción al lugar acordado. Sentía ansiedad, de esa que hacía que las puntas de los dedos se te derritieran; ahí a dónde íbamos nadie nos conocía, nunca nos juzgarían y tampoco harían comentarios inapropiados sobre nosotros. Creo que jamás entenderé por qué sus amigos decían que yo no era merecedora de su compañía, y mi familia tampoco creyó que un hombre como él pudiera fijarse en mí, ¿tan poquita cosa me consideraba?
Recuerdo haber cuestionado a mi madre en alguna ocasión y ella, tajante, solamente me dijo que debía de tener los pies bien puestos sobre la tierra. No volví a preguntarle, sus palabras eran como afilados cuchillos que se anidaban en mi pecho y con cada respirar iban rozando mi piel para herirla. Miré mi pequeña casa por última vez y comencé el viaje de mi vida, ¡qué trillado sonaba eso!
Al llegar a la estación busqué a Daniel con la mirada: la ansiedad se había ido para dar paso al nerviosismo que me invadía. No lo encontré, así que me dirigí a la cafetería y ordené un sándwich y un café mientras lo esperaba, pensé que a lo mejor había tenido problemas de tráfico y por eso no estaba ahí. No había comido nada en todo el día, quizás había sido por los nervios y la dicha que me llenaban el corazón. La mesera trajo mi comida y a la vez me regaló una sonrisa reconfortante: eso me animó mucho más. Comí tranquila mientras pensaba en las cosas que haríamos en la casa, era uno de los lugares más bonitos que había visto en mi vida: tenía un jardín enorme, con flores de distinto colores y uno que otro árbol; la casa no era muy grande u ostentosa, lo suficiente para que la habitáramos Daniel y yo, y tal vez un pequeño miembro más que se adhiriera a nuestra familia. Pero lo que más amaba de aquel que sería nuestro hogar, era el inmenso lago que tenía enfrente: un lago de esos que sólo veías en las películas; y si eso no era suficiente, uno podía estar más cerca del cielo si caminaba por el pequeño muelle que lo atravesaba. Era la casa perfecta, ideal para compartir la vida con la persona que uno ama y con quien te devuelve todo ese amor.
El sonido que emitía mi celular desde el fondo de mi bolsa me hizo reaccionar, respondí con la voz de un niño que recibirá el regalo que tanto había estado esperando.
-Victoria, cariño. No voy a poder llegar a la estación antes de que salga el tren, mi jefe me retuvo y necesito quedarme para aclarar algunos asuntos con él. – la voz de Daniel sonaba angustiada, como si temiera perder su empleo si no obedecía las exigencias de su patrón.
-Entonces trataré de cambiar los boletos para más tarde, ¿te parece? –pregunté mientras miraba a mi alrededor, sentía una angustia muy grande de repente, pero no tenía porqué sentirme así, Daniel jamás me mentiría.
-¡No, no los cambies! Escúchame, ¿sí? vamos a hacer esto: vas a ir a la taquilla, dejarás mi boleto ahí, indicarás mis datos y te subirás a ese tren para que llegues a tiempo a la casa, puedes descansar un poco y yo llegaré en cuanto pueda. –él sonaba seguro de sí mismo y me hacia recobrar la tranquilidad que había perdido minutos atrás.
-Está bien, aunque habría sido más lindo irnos juntos, ¿estás seguro que no quieres que te espere aquí? Puedo cambiar los boletos, de verdad… –dije con un poco de pesadumbre en mi voz.
Pasó casi un minuto antes del que Daniel hablara de nuevo.
-Vic, hazme caso. No quiero que pierdas el tiempo por mi culpa, voy a estar ahí para la cena, te lo prometo. –no dijo más, pero yo sabía que esa era su forma de darle punto y aparte a las discusiones.
-Llámame en cuanto te subas al tren, por favor. –Aguardé un poco antes de despedirme de él.- Te estaré esperando –dije una vez, pero con más emoción y haciéndole saber que así sería.
-Ahí estaré, preciosa –era una promesa, y él jamás había roto una de esas conmigo- y ¿Vic?.. -guardó silencio por un momento y después me dijo las palabras que se volvían abrazos para mí.- No olvides que te amo.
Dicho esto colgó el teléfono y yo no pude decirle que también lo amaba, aunque estaba segura de que Daniel sabía que así era. Después de guardar el teléfono en mi bolso, saqué un billete y lo dejé sobre la mesa, eso cubriría la cuenta y la propina de la chica que me había atendido. Al llegar a la taquilla, una señorita me preguntó qué era lo que se me ofrecía, sabía muy bien a qué iba, pero se me ocurrió algo mucho mejor. Le había dicho a Daniel que sería lindo irnos juntos, así que eso haríamos. Miré a la vendedora de boletos y le pedí que me los cambiara para un par de horas más tarde, ella se portó de lo más amable e hizo el cambio. Sabía que a él le iba a encantar la sorpresa.
Dieron las seis, las siete y cuando faltaban diez minutos para las ocho, sentí que había despreciado un tiempo valiosísimo y que mi sorpresa se había arruinado por completo. Me sentí  muy mal cuando no llegó, y pude darme cuenta de que ese par de horas pude haberlo utilizado para prepararle una sorpresa en casa.
Decidida caminé nuevamente hasta la taquilla para dejar el boleto de Daniel y pedirle a la chica que se lo cambiara, me sentía muy apenada con ella, pero su amabilidad había sido infinita. Agradecí por última vez sus atenciones y volví a la sala de espera.
Todo había sido muy rápido: justo cuando me senté, oí la voz de una mujer que anunciaba la salida del tren. Al percatarme, caminé rápidamente y arrastré las dos maletas como pude, pronto estuve en el andén. Miré a mi alrededor, había muchísima gente; niños, ancianos, jóvenes, era como si el mundo se hubiese puesto de acuerdo para viajar hoy.
Todavía faltaban veinte minutos para salir, pero debíamos estar atentos si no queríamos perder el tren, y yo no quería volver a perderlo.
El viento había comenzado a soplar con más fuerza, me acomodé el abrigo y la bufanda, pero nuevamente fui interrumpida de mis vanas actividades por el teléfono celular, pero esta vez no era una llamada sino un mensaje de texto, eso me extrañó bastante, Daniel no acostumbraba a escribirme. Tomé el aparato y vi la pantalla, por más extraño que pareciera era un mensaje de Daniel, lo abrí de inmediato y al hacerlo le di paso a un demonio que venía a consumirme, a terminarse lo poco que quedaba de mí. La esperanza y la pizca de inocencia que nos regalan cuando venimos a este mundo:
“Victoria, no sé cómo comenzar, pero tampoco voy a extenderme demasiado. No voy a irme de aquí, no puedo abandonar este lugar ahora. Mi mujer está embarazada, ¡ha sido un milagro! Y una de las mejores noticias que he recibido en mucho tiempo. Perdóname por haberte mentido así, estaba dispuesto a dejarla, pero ya no, no puedo hacerlo.
No olvides que te amo, de verdad te amo. Disfruta la casa y utiliza ese corazón tan grande que tienes para perdonarme.”
Leí el mensaje una, dos, tres veces y no podia creerlo. ¿Su esposa? ¿Un milagro?
Sentí cómo los ojos se me llenaban de lágrimas, el cuerpo me temblaba. No era posible que todo eso fuese verdad. Era increíble que hubiese tenido las agallas y la astucia suficiente para cometer un acto tan cruel y cobarde. ¿Cómo hacía una persona para vivir una doble vida? Habíamos estado juntos cinco años, y nunca dude de él, jamás me dio motivos ni excusas baratas, no había hecho nada que me hiciera pensar que algo así podría estar ocurriendo.
Estaba demasiado confundida, no entendía nada y me negaba a creerlo. Como siempre, uno se niega a ver la realidad porque el golpe cuando te caes de vuelta al mundo terrenal es muy duro, necesitas más que un té y una charla para sanar las heridas que te causa la caída.
Una pareja que pasó frente a mí, hizo que me diera cuenta de lo estúpida que había sido, ese hombre me había mentido de la peor manera, se había burlado de mí. Ahora entendía por qué sus amigos, los pocos que conocía, no sentían que yo pudiera merecer un lugar en su vida, tal vez pensaban que yo estaba de acuerdo en ser la amante de Daniel y mi familia, ¿lo sabrían? No, no creía que mi madre e incluso mi padre fueran capaces de ocultarme algo tan bajo, pero quizás lo sospechaban y por eso mi mamá me había dicho que tuviera los pies en la tierra, que el amor no solo se sentía con el corazón sino que también había que amar usando el cerebro. Había fallado. Confié ciegamente en él y ahora estaba sola en una estación de trenes, esperando para viajar a una casa vacía, al desolado pueblo que pronto se había cubierto de melancolía y rabia.
Comencé a caminar hacia el final del andén hasta llegar a las escaleras por las que los de mantenimiento bajaban, me sostuve del barandal y miré desde ahí a toda la gente que aguardaba por el tren, sonreí con tristeza. No entendía la bofetada tan brusca que me estaba dando la vida, me sentía sucia y muy culpable. De pronto me di cuenta que no era la única afectada, no solo se había burlado de mí, estaba su esposa, no debía ser una mujer mala si ansiaba tanto tener un hijo, si el hecho de que hubieran podido concebir había sido un milagro, seguramente era una ingenua y buena mujer. Sentía mucho asco, todo el amor que sentía por Daniel me producía un horror y escalofrío en todo el cuerpo. No era yo, esa que se había metido con un hombre casado sin saberlo no era yo, esta mujer que estaba en mi cuerpo era una mala mujer, una cualquiera.
Sentía tanta vergüenza que me era imposible pensar con claridad, dentro de mi cabeza había un sinfín de pensamientos, todos me llevaban al mismo sitio, la casa del lago. Ese lugar donde iban a continuar mis sueños, un escondite en medio de la nada y a la vez tan cerca de todo. Sentía como si todas esas personas que estaban esperando para irse de ahí estuviesen juzgándome, pero nadie lo hacía, ni siquiera me miraban. Yo no era nadie para ellos, tampoco era alguien relevante en la vida de Daniel, su esposa llenaba todos los vacios que había en su oscuro y podrido corazón. Y mi familia, una vez más brillaba en mi mente por su ausencia. No podia vivir así, todo se había terminado. La decepción y mi futura soledad eran más fuertes que yo.
Mi madre me había dicho muchas veces que la gente no se suicidaba porque quisiera morirse sino para dejar de sentir dolor. Eso era lo que  me pasaba a mí; sentía un dolor profundo atravesarme el pecho, me costaba respirar y el poco aire que aspiraba tenía su aroma, estaba lleno de él. A pesar de lo que me había hecho, de su cobardía e insensatez, lo amaba, le había entregado mi vida, mi alma, el corazón. No iba a dejar de amarlo nunca y esa certeza me pesaba.
La gente comenzó a levantarse de donde estaba, los niños se acercaban un poco más a la orilla del andén y sus madres los jalaban de la ropa porque era peligroso, sería una tragedia enorme que se alguno cayera a las vías.
Yo vi las luces del enorme aparato y sonreí, por fin había llegado el tren que tanto había esperado. Pero a diferencia de los demás, mi viaje terminaba ahí.
 Stella Caulfield

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